Invierno




Jueves de Amor

<<Continuación>>

Horacio Quiroga

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Ver tercera parte: Otoño

Una estación de amor 

Invierno
(Final)

No hicieron el viaje juntos, por último escrúpulo de casado en una
línea donde era muy conocido; pero al salir de la estación subieron en
el brec de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no
guardaba a su servicio doméstico más que a una vieja india, pues--a
más de su propia frugalidad--su mujer se llevaba consigo toda la
servidumbre. De este modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa
como una tía anciana y su hija, que venían a recobrar la
salud perdida.

Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía
vertiginosamente. Había llegado deshecha, el pie incierto y
pesadísimo, y en su facies angustiosa la morfina, que había
sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una
corrida por dentro de aquel cadáver viviente.

Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo
suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñon, íntimamente
atacado, tenía a veces paros peligrosos que la morfina no hacía sino
precipitar.

Ya en el coche, no pudiendo resistir más, había mirado a Nébel con
transida angustia:

--Si me permite, Octavio... ¡no puedo más! Lidia, ponte delante.


La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el
crugido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.

Súbitamente los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió
como una máscara aquella cara agónica.

--Ahora estoy bien... ¡qué dicha! Me siento bien.

--Debería dejar eso--dijo rudamente Nébel, mirándola de costado.--Al
llegar, estará peor.

--¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.

Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera
posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero
al caer la tarde, y como las fieras que empiezan a esa hora a afilar
las uñas, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos
escalofríos.

Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de
una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.

--¡Huy! ¡qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique
los últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?

Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al
fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó
la suya en seguida.

Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de
Lidia.

--¡Quién es!--sonó de pronto la voz azorada.

--Soy yo--murmuró Nébel en voz apenas sensible.

Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta
bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de
nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo
tibio, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.
       
*       *       *       *       *

Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor
antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel, el
santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber
robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante
candor. Pensó en las palabras de Dostojewsky, que hasta ese momento no
había comprendido: "Nada hay más bello y que fortalezca más en la
vida, que un puro recuerdo". Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin
mancha, pureza inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora estaba
allí, enfangado hasta el cáliz sobre una cama de sirvienta...

Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas.
Ella a su vez recordaría... Y las lágrimas de Lidia continuaban una
tras otra, regando como una tumba el abominable fin de su único sueño
de felicidad.


II

Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi
todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy
pocas veces solos, y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún
entonces largo tiempo callados.

Lidia tenía ella misma bastante qué hacer cuidando a su madre,
postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya
podrido, y aún a trueque del peligro inmediato que ocasionara, Nébel
pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que entró
bruscamente en el comedor, al sorprender a Lidia que se bajaba
precipitadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó
en Nébel su mirada espantada.


--¿Hace mucho tiempo que usas eso?--le preguntó él al fin.

--Sí--murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.

Nébel la miró aún y se encogió de hombros.

Si embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia
terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía
de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella
desgraciada, sustrayéndole la droga.


--¡Octavio! ¡me va a matar!--clamó ella con ronca súplica.--¡Mi hijo
Octavio! ¡no podría vivir un día!

--¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso!--cortó Nébel.


--¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!

Nébel dejó que los brazos se tendieran inútilmente a él, y salió con
Lidia.

--¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?

--Sí... Los médicos me habían dicho...

El la miró fijamente.


--Es que está mucho peor de lo que imaginas.

Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió
los labios en un casi sollozo.

--¿No hay médico aquí?--murmuró.

--Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.

Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel
abrió una carta.

--¿Noticias?--preguntó Lidia levantando inquieta los ojos a él.

--Sí--repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.

--¿Del médico?--volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.

--No, de mi mujer--repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.

A las diez de la noche Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.

--¡Octavio! ¡mamá se muere!...
Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya
el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por
entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:

--Pla... pla... pla...

Nébel vió en seguida sobre el velador el frasco de morfina, casi
vacío.

--¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto?--preguntó.

--¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido... Seguramente lo fué a
buscar a tu cuarto cuando no estabas... ¡Mamá, pobre mamá!--cayó
sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.

Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato
los labios callaron su pla... pla, y en la piel aparecieron grandes
manchas violeta.

A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó
que Lidia concluyera de vestirse, mientras los peones cargaban las
valijas en el carruaje.



--Toma esto--le dijo cuando se aproximó a él, tendiéndole un cheque de
diez mil pesos.

Lidia se extremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron
de lleno en los de Nébel. Pero éste sostuvo la mirada.

--¡Toma, pues!--repitió sorprendido.

Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel se inclinó sobre
ella.

--Perdóname--le dijo.--No me juzgues peor de lo que soy.

En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla
del vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana sonó, Lidia le
tendió la mano y se dispuso a subir. Nébel la oprimió, y quedó un
largo rato sin soltarla, mirándola. Luego, avanzando, recogió a Lidia
de la cintura y la besó hondamente en la boca.

El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista  la ventanilla que
se perdía.

Pero Lidia no se asomó.







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